“...si te agarro con otro te mato...”
Dicen que fue lo que se le escuchó decir al pobre del Chueco Valdivia, la noche en que su mujer, María, apareció muerta de un golpe en la cabeza en el piso de su cocina.
Lo chueco lo traía de nacimiento debido a una malformación, pero lo de pobre fue mérito propio gracias a una mezcla de suerte esquiva y pésimo instinto al momento de elegir el caballo al cual jugarse el jornal.
El aviso a las fuerzas del orden lo dio doña Inés, vecina del conventillo, quien afirmó oír la amenaza, algunos gritos, y finalmente un estruendo. Además, adujo escuchar un extraño ruido al que describió sencillamente como el de “un golpe seco”.
Cuando a las 4 de la mañana los oficiales llegaron al lugar del hecho, Valdivia lloraba en un rincón la partida de su esposa. Ante la inquisitiva mirada de los funcionarios públicos, negó rotundamente tener algo que ver con el asunto y se mostró indignado ante tal sugerencia. Y tan solo aseguró que dormía plácidamente hasta que despertó por el impacto de un golpe.
El susodicho pasó el resto de la madrugada en la comisaría, entre papeleo, barrotes de hierro y exclamaciones de inocencia. En su declaración optó por exculparse del hecho argumentando que llegar a su casa con unas copas de más y cantando a viva voz los temas de un famoso cantautor popular, no lo convertían en asesino. Afirmó, además, que amaba a su mujer y alegó que doña Inés le tenía encono desde la vez en que la llamó “vieja bruja” por practicar el tarot en el barrio. Pidió, por último, que lo dejaran ir a despedirse de “la María” —así llamaba a la difunta— como Dios manda y que le permitieran conseguir la muda de ropa necesaria para guardar el luto acorde a tan desgraciado acontecimiento.
Los efectivos hicieron caso omiso de sus reclamos y lo encerraron en el calabozo por el resto de la noche. Luego le aconsejaron confesar, ya que el arrepentimiento, le dijeron, podría otorgarle alguna ocasional reducción de pena. «Que Dios se apiade de este pobre diablo», les escuchó decir, «Nosotros no vamos a hacerlo».
A la mañana siguiente el expediente recayó en el escritorio de Evaristo Carriego, que actuaba en la fiscalía como defensor de oficio. Informal, ilustrado, manejable... con algo de detective y buen tino para los vicios. Con su aspecto pálido y desgarbado, los que lo conocían decían que lo que no tenía de espabilado, lo compensaba por concienzudo.
Con su gabán marrón, su figura delgada, y portando un raído sombrero de fieltro, daba más la impresión de ser un detective caído en desgracia que un instrumento de la justicia.
Leyendo el expediente, Evaristo se enteró de que, al llegar, la policía encontró varios long plays desperdigados por el suelo, un sillón-cama abierto —presumiblemente utilizado por el acusado—, un viejo equipo Wincofon aún funcionando, un vaso de whisky a medio beber y los restos de vidrio de otro recipiente —tal vez una botella— diseminados en el suelo de la cocina, además de otros detalles sin importancia. La fallecida yacía tendida en el suelo, boca arriba, con la marca de un golpe en la sien y varias esquirlas incrustadas en el cuero cabelludo. La hora de deceso aproximada se estableció sobre las 2:45 AM.
El abogado dedicó el resto de la mañana a sopesar las alternativas del caso y entrevistarse con los oficiales intervinientes. Luego recorrió el barrio del recluso, poniendo especial énfasis en el lugar del hecho y en el bar de la esquina. Allí, conversando con el dependiente, supo que “el chueco” —con tal apodo lo conocían en el lugar—, era un «ferviente cantor de la música popular», que «desafinaba más de lo que cantaba», y que solía «cerrar el bar», ya que casi siempre se quedaba hasta la hora de bajar la persiana.
Satisfecho con sus primeras pesquisas e incipientes conclusiones, Evaristo regresó a la comisaría a releer la declaración del acusado. Finalmente, se dirigió hacia la celda de este a realizarle una pregunta.
—Dígame, Valdivia, ¿hace cuánto que usted y la finada no intimaban?
—¿Intimar? —se rio— Nosotros hace tiempo que no teníamos contacto físico. Incluso llevo durmiendo en la cocina desde hace años, fíjese. Óigame, Carriego, y perdone la expresión en este momento, pero nuestra pasión lleva ya mucho tiempo muerta y enterrada —Valdivia se encogió de hombros— es la cruda verdad.
Evaristo sonrió.
—No se diga más —dijo, y saludándolo con un gesto, enfiló rumbo a la oficina del comisario.
Golpeó la puerta del despacho de Mario Sepúlveda y con total parsimonia y desparpajo se acercó hacia su escritorio.
—El hombre que ingresaron sus efectivos anoche al calabozo es inocente... culpablemente inocente para expresarnos mejor.
—¿Cómo dice? —Sepúlveda sonaba divertido— ¿Se refiere al borracho que encontramos in fraganti en la escena?
—El mismo que viste y calza —respondió seguro Evaristo.
—A ver cómo se arregla para explicármelo, Carriego.
—Verá usted, cuando Valdivia regresó a su casa anoche, lo hizo totalmente ebrio. Había estado bebiendo, cantando y escuchando canciones en el bar de la esquina.
El comisario asintió.
—Cuando el garito cerró, lejos de haber terminado su noche, el susodicho decidió continuar la faena en casa. Al llegar y como era de esperarse debido al horario, todo estaba ya en silencio y a oscuras, y como Valdivia —a su manera— amaba a su mujer, decidió no importunar a María y seguir brindando en nombre de los dos.
—Extraña forma de respetarla —dijo el comisario al tiempo que se rascaba la cabeza.
—Permítame continuar, Mario, por favor...
—Claro, hombre, claro, continúe...
—...como le venía diciendo, el acusado aún seguía con ganas de jarana. Se dirigió al living, tomó la botella de whisky de la despensa y se sentó en el suelo junto al Wincofon. Allí se dedicó a la difícil tarea de dar con el álbum que incluía aquella canción que no lograba quitarse de la cabeza. Canturreaba partes de la letra, pero en su estado, no era capaz de recordar su nombre. Sabe Dios el revoltijo que debió hacer con los discos hasta encontrar el que buscaba.
—Hasta ahora no me está diciendo nada nuevo... —el comisario ya empezaba a mostrarse inquieto.
—Espérese un poquito que viene lo mejor —lo interrumpió Evaristo y continuó:
—Imagínese esta situación: Valdivia, con varias copas de más y cansado luego de una larga jornada laboral, y una incluso más larga noche de bar, logra dar finalmente con la canción que tanto buscó. Se recuesta en el sillón-cama a disfrutar de la melodía y, botella de whisky en mano, continúa bebiendo y cantando a destajo hasta que, irremediablemente, cae rendido ante el dios del sueño. El botellón de whisky cae al suelo y rueda por la sala. Aquí es donde interviene la finada María —y esto es solo mi interpretación de los hechos— quien despierta por el bullicio y conociendo las trasnochadas de su marido, decide levantarse a poner un poco de orden y tal vez incluso reprenderlo. Lamentablemente, y para su propia desgracia, no repara —quién lo haría— en la cantidad de discos diseminados por el suelo. Sin advertirlo, pisa alguno de los long plays desparramados, y termina resbalando con tan mala estrella que, cuando cae, su cabeza da de lleno contra la botella de whisky que había rodado por la sala al soltarse de las manos de Valdivia.
—Es un tanto rebuscado mi amigo, pero le concedo que, explicado así, usted hace que no parezca tan... tan descabellado, digamos. Escúcheme Carriego, ¿usted está absolutamente seguro de su inocencia? —el oficial ahora dudaba.
—Por supuesto —respondió el abogado.
—Y dígame una cosa más... llegado el momento ¿sería capaz de defender su caso ante el juez?
—Creo que podría convencerlo —dijo Evaristo, y sonrió.
Llevó su mano hacia el ala del sombrero y saludó a Mario Sepúlveda. «Nos vemos en la audiencia preliminar, comisario», le dijo. Luego dio media vuelta y se marchó.
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